Por : Gilberto LAVENANT
Dos
sucesos criminales, en los que la parte agresora, representaba al gobierno, en
un caso, militares, en otro, policías municipales, confabulados con
narcotraficantes, ha puesto de cabeza al país.
En el
primer caso, elementos del ejército, el pasado 30 de junio, en Tlatlaya, Estado
de México, acribillaron a 21 presuntos delincuentes y a una mujer menor de
edad. La versión oficial, inicial, refería un enfrentamiento con supuestos
secuestradores. Las evidencias de la escena del crimen, mostraron que no hubo
tal enfrentamiento, sino simplemente una masacre.
Al final
de cuentas, se inició proceso contra 7 militares, por la presunta comisión de
los delitos de ejercicio indebido del servicio público, abuso de autoridad y
homicidio calificado.
No ha
sido esa, la primera vez –seguramente no será la última- que elementos del
ejército han acribillado a civiles, a partir de que fueron asignados al combate
al narcotráfico. Los abusos en contra de particulares, han sido múltiples.
El otro,
el asesinato de 6 personas –entre ellas un futbolista- y la desaparición y
posible masacre de 43 normalistas, alumnos de la Escuela Normal Rural “Raúl
Isidro Burgos”, de Ayotzinapa, Guerrero, por parte de policías municipales de Iguala,
confabulados con narcotraficantes, por lo tanto, también representativos del
gobierno.
Ambos
casos, definitivamente, son lamentables y reprobables. Resulta absurdo, además
de una desgracia, que elementos armados, ejército y policía, encargados de
mantener el orden y la paz social, sean los agresores.
Dichos
asuntos, en especial el de los mormalistas desaparecidos, han generado una ola
de protestas a nivel nacional. En gran parte, manifestantes solidarios con los
padres de familia de los desaparecidos identifican al gobierno como agresor.
Sin embargo,
encubiertos en dicha indignación, hordas de salvajes, armados con palos,
fierros y piedras, se han dedicado a provocar el caos, en comunidades del
centro del país, Michoacán y Guerrero, principalmente, destruyendo e incendiando
edificios públicos, dizque en protesta por la desaparición de los normalistas.
Estos
salvajes, han llegado tan lejos como han querido. Sin que haya autoridad alguna
que los frene. En algunos casos, varios de ellos han sido detenidos, pero casi
inmediatamente puestos en libertad, cual si fuesen blancas palomitas.
Edificios
públicos, de los tres niveles de gobierno, federal, estatal o municipal, han
sido reducidos a escombros o les han ocasionados tan severos daños, que su
reparación tendrá un alto costo económico. Incluso, habrá daños, de imposible
reparación. Documentos y archivos oficiales, por ejemplo.
Esto ha
conmocionado a muchos mexicanos, que observan, que si bien es cierto, tanto en
el caso de Tlaltlaya, como en de Iguala, la parte agresora era representante
del gobierno, militares y policías, el dañar a las instalaciones públicas, no
es un castigo para el gobierno, sino para la ciudadanía en general.
Los
edificios de gobierno, son construidos, con dinero aportado por los ciudadanos,
vía impuestos, derechos o multas. El dinero del gobierno, es de la población
que gobierna. Si hay que reconstruir lo dañado o destruido, se tendrá que
incrementar los impuestos. Seguramente los bárbaros que los causaron, no contribuyen
al gasto público.
Además, hay
dos cosas importantes, en todo esto
Por una
parte, se ha exhibido al gobierno, de los tres niveles, como uno falto de
autoridad, incapaz de frenar a los agresores. Impotente, para capturarlos y
castigarlos.
De manera
especial, el gobierno federal, se ha visto pésimamente. En particular la
Secretaría de Gobernación, a cargo de Miguel Angel Osorio Chong, que no fue
capaz de percibir o detectar, oportunamente, la confabulación entre
narcotraficantes y políticos.
Alianzas
estas, malignas, que provocaron el macabro asunto de los normalistas de Ayotzinapa.
Lo de los militares, es un asunto, que ha tenido orígenes similares. La
administración del Presidente Enrique Peña Nieto, en sus primeros dos años de
gestión, ha sido incapaz de frenar al narcotráfico, con todo y las importantes detenciones que ha logrado.
El columnista
lo ha advertido, en diversas ocasiones, que Peña Nieto equivocó la estrategia
de su gobierno. Los primeros tres años de su gestión, debió dedicarlos a
combatir el narcotráfico y la corrupción. El resto, lo habría dedicado a lograr
las reformas estructurales, con las que supuestamente habrá de impulsar la
economía mexicana.
Logró las
reformas, pero las pretendidas mejorías será harto difícil que lleguen, porque
narcotráfico y corrupción, han desdibujado al Estado Mexicano y han hecho más
difíciles, las condiciones prevalecientes.
Un factor
más, que ha empeorado todo esto, es un movimiento de anarquistas, que con
métodos violentos, están desacreditando al gobierno. Han institucionalizado la
violencia, y con ello, el gobierno se ha empequeñecido, facilitando los propósitos
del anarquismo.
Gobierno
que no ejerce su autoridad, no merece formar parte del Estado. Las cosas
prevalecientes, se magnifican, ante un gobierno debilucho y gobernantes
cobardes e ineptos. Los anarquistas, por
su parte, destruyendo a México. ¿Hasta cuándo?
Los
mexicanos, en general, están hartos de la mediocridad de los gobernantes. Las
manifestaciones de protesta –pacíficas, obviamente- son claras muestras de ello.
Ya es tiempo de que cumpla cabalmente con sus funciones. En especial, velar por
el orden y la seguridad social.
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